Heredarás el viento

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Via Buenos Aires Herald
Por Fernanda Sández para ‘The Herald’

Argentina tiene un verdadero tesoro de bienes naturales, incluyendo millones de hectáreas dotadas — dicen los especialistas — con uno de los suelos de mejor calidad en todo el mundo. Sin embargo, a raíz del desmonte vertiginoso, prácticas agronómicas erradas, avance de la minería, abuso de agroquímicos y un extravío histórico en lo que hace al manejo ambiental, algunos especialistas advierten que en no muchos años el paisaje habrá cambiado. Y para siempre.

Una tormenta. Eso fue: una tormenta, pero no como la imaginamos (lluvia, viento y truenos) sino una tan monstruosa como la catástrofe de la que hablaba. Fue una tormenta de viento, de polvo, de espanto. Duró horas y ocurrió allí donde antes había monte y ahora hay nada. Sucedió en Chaco, una de las provincias del noreste argentino donde la brutal transformación del paisaje habla de un proceso irreversible. De un mundo soplado. Allí, según los investigadores del GEPAMA (Grupo de Ecología del Paisaje y Medio Ambiente, de la UBA), el proceso de desmonte toma ribetes dramáticos porque el manto de árboles opera como una suerte de escudo protector contra el lanzallamas del sol subtropical. Y cuando se lo quita, esto es lo que sucede.

En su artículo “En carne viva. Deforestación y desarrollo insustentable en el Gran Chaco”, el ingeniero Walter Pengue (agrónomo, doctor en agroecología, docente de la UBA, autor de varios libros sobre economía ecológica y miembro científico del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, PNUMA ) luego de detallar cómo los pooles de siembra de soja avanzaron alguna vez desmontando sobre esa frágil región— cuenta cómo ahora comienzan a replegarse, dejando a su paso un paisaje de pesadilla. “Se jugó a una ruleta ecológica climática, que ha llevado al abandono de enormes superficies de territorios en esa región. Estamos recorriendo campos del norte y muchos de estos suelos, lábiles de por sí, se convierten en arenales. El costo de la deforestación lo paga la inestabilidad ambiental producida y, como alertan las Naciones Unidas, luego de la pérdida del monte viene la desertificación. Pampeanizar el Chaco no es una opción. El agricultor y la lógica pampeana no pueden prevalecer sobre una ecorregión sensible pues no se reconvertirá en productiva y estable sino que se degradará para siempre”, advierte.

La pregunta es si esa advertencia sobre lo irreparable le importa realmente a alguien. Después de todo, durante su visita a España, el presidente Mauricio Macri dijo que la riqueza acuífera argentina está “subexplotada” e invitó a los empresarios ibéricos a unirse al festín. Volvió así a sacudir frente a los empresarios extranjeros las joyas naturales argentinas. Las mismas por las que han viajado hasta aquí empresas mineras, biotecnológicas y cualquier otra compañía necesitada de todo eso que aquí abunda: tierra, agua, minerales e impunidad. Leyes diseñadas a la medida del explotador de turno y controles que a menudo sólo existen en los papeles, no en la realidad. Los 105 millones de hectáreas erosionados hoy en Argentina según la Fundación para la Educación, la Ciencia y la Cultura (45 millones más que hace 25 años) hablan de un proceso de degradación cierto. Tan cierto como el que representa la tala de bosque nativo, que a principios del siglo XX ocupaba 100 millones de hectáreas y hoy apenas cubre un cuarto de esa superficie.

De acuerdo con el experto uruguayo en temas ambientales Eduardo Gudynas, de hecho, “el deterioro de las áreas naturales y la pérdida de recursos naturales tiene una larga historia en todo el continente. En los inicios del siglo XXI tuvo lugar un fuerte empuje por una situación global muy particular: el precio de las materias primas se elevó, había una demanda importante (especialmente desde China y otros países asiáticos) y existía mucho dinero disponible nutriendo los flujos de inversión que — ante la crisis financiera en el hemisferio norte — se volcaron a rubros “duros” como minería, petróleo o agricultura. Esto desencadenó un aumento de la presión sobre los recursos naturales y un incremento de lo que se conoce como extractivismo. Esto es, la apropiación de recursos naturales en grandes volúmenes para exportarlos como materias primas.

En este sentido, el concepto clave a tener en cuenta es que las relaciones entre condiciones globales y políticas ambientales funcionan de manera inversa en América del Sur a lo que ocurre en los países industrializados. En nuestro continente, son los precios o la demanda internacional las que determinan la intensidad en extraer recursos naturales o la ampliación de la agricultura. En cambio, en los países industrializados, son las políticas nacionales las que tienen un impacto en los mercados globales; por ejemplo, eso ocurre con los componentes ambientales en la agropecuaria de la Unión Europea”.

Así las cosas, hay detrás de todo este verdadero “despilfarro verde” una idea antigua y peligrosa: la de El Dorado. Aquella leyenda de una ciudad pletórica de riquezas (y jamás encontrada) impulsó a millones de europeos a cruzar el mar. Y aunque es fruto de la fantasía, nos acompaña desde hace más de medio milenio, cuando América se les presentó a los conquistadores como la prefiguración del Paraíso. Según esta imaginería, aquí todo (frutos, flores, animales, agua, riquezas) se da con una abundancia que recuerda a un manantial. Esta concepción – que por derivarse del mito de El Dorado se llama también así: “eldoradismo” — encierra en parte la clave de mucho de lo que hoy nos sucede. Porque avanzamos (y dejamos a muchos otros avanzar) sobre recursos que no por abundantes son infinitos. Porque ni siquiera ante las primeras señales del desastre atinamos a detenernos.

Porque ahora – ahora que ya es demasiado tarde para tantas cosas — parecemos seguir confiando en el poder de la Naturaleza para volver a curarse. Pero, ¿podrá? Sobre todo cuando consideramos que, en materia ambiental, el primer error puede ser también el último. La historia de nuestro desprecio por la galaxia de vida que late a nuestro alrededor parece no ser suficiente para frenar el desastre, y es por eso que en Argentina contamos con una ley (la 25.675, sancionada en 2002 y llamada vulgarmente “Ley General de Ambiente”) en cuyo artículo cuarto que se consagran justamente diez principios que debieran regir toda política ambiental. Lástima que para cada uno de ellos existe, en estos quince años transcurridos desde la sanción de la ley, una verdadera fronda de contraejemplos. Episodios que demuestran cómo cada uno de esos principios ha sido violado. Desde comunidades cuyos futuros pobladores se verán afectados en su vida y salud por las decisiones tomadas en el pasado (violando así el principio de equidad intergeneracional) hasta sitios que fueron altamente contaminados arguyendo que no existían “pruebas científicas” en contra de la acción contaminante (incumpliendo así con el principio precautorio) todos y cada uno de esos `principios consagrados por la ley fueron ignorados.

Plegarias (des) atendidas

Un bosque talado para construir una pista de esquí. Cuarenta mil hectáreas de bosque protegido arrasadas sólo en cuatro provincias. Un avión fumigador arrojando caramelos desde el aire sobre un pueblito chaqueño para festejar el Día del Niño, aún cuando en el ese momento la ley provincial prohibía que esas aeronaves sobrevolaran un poblado aún con los tanques vacíos. Torres petroleras en medio de un parque nacional llamado Calilegua, en Jujuy, donde tales prácticas están desde luego prohibidas. Una explotación aurífera posada sobre un periglaciar (el área que rodea a los hielos de un glaciar), donde nunca podría haberse ubicado legalmente. Un río (el Paraná) y toda su cuenca saturados de insecticidas – especialmente endosulfán, clorpirifós y cipermetrina — que, según se lee en un trabajo que lleva la firma de los doctores Alicia Ronco y Damián Marino, ambos investigadores del CONICET, “sus niveles de presencia son superiores a los recomendados para la seguridad de la vida acuática”. El trabajo fue publicado hace algunos meses en la prestigiosa revista internacional Environmental Monitoring and Asessment y en él se detalla que en la cuenca estudiada (dedicada a la agricultura industrial) el uso de agroquímicos se ha disparado. “La utilización de plaguicidas aumentó 900% en las dos últimas décadas por efecto de la introducción de cultivos biotecnológicos y la aplicación de técnicas de siembra directa”, explica el trabajo. Y eso es lo que cuenta el río.

Frente todas esas imágenes de pesadilla, sin embargo, la reacción estatal brilla por su ausencia. Y, cuando se hace presente, lo hace en la voz de un ministro de Medio Ambiente (el rabino Sergio Bergman) que confesó “no tengo conocimiento técnico en el área de Medio Ambiente” apenas asumió, durante una entrevista definió al herbicida glifosato como “un fertilizante”, luego del derrame de 1.000.072 litros de agua cianurada al río Jáchal desde la mina Veladero siguió hablando de “minería sustentable” y que, desde entonces, ha dado sobradas muestras de saber aun menos a medida que avanzaba en su gestión, en un extrañísimo caso de “ignorancia progresiva” que pone en peligro a poblaciones enteras y a una serie de bienes naturales comunes que, una vez perdidos, no habrá manera de recuperar. Ante el recorte del presupuesto para Medio Ambiente y la posibilidad de incendios forestales durante los meses más cálidos, de hecho, aseguró que “Para el verano, lo más útil que podemos hacer es rezar”. Las fotos satelitales tomadas por la NASA de los millones de hectáreas ardiendo (y nunca publicadas en los principales medios locales) demuestra que las plegarias no fueron atendidas.

¿Es casual que en un país con los enormes y múltiples problemas ambientales que tiene Argentina (por sólo poner un ejemplo, la provincia de Santiago del Estero, con cuatro millones de hectáreas de bosque desmontadas en las últimas décadas, encabezó el ranking mundial de desmontes según un trabajo de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires, FAUBA) todas estas discusiones sean sistemáticamente borradas de la agenda pública? ¿No es cómo mínimo llamativo que en un país en donde los conflictos por la destrucción y/o contaminación del entorno se repiten desde Chaco hasta la Patagonia, y muchas comunidades están movilizadas desde hace años en contra de proyectos mineros, inmobiliarios, industriales o agropecuarios altamente contaminantes, los debates al respecto sean nulos? Si vamos al caso, no fue sino tras el desastre del derrame de millones de litros de solución cianurada al río Jáchal que muchos argentinos se dignaron a analizar el real impacto de este tipo de prácticas. Pero allí, definitivamente, quedó todo. Pocas semanas atrás, de hecho, Argentina volvió a la carga con su apuesta a la minería y participó de una convención en Canadá ofreciendo nuevos sitios de cateo. Se incluyó en el folleto oficial nada menos que el cerro Famatina, cuyos vecinos están movilizados desde hace años en contra de esa explotación bajo la divisa #ElFamatinanosetoca.

Para el ambientalista, abogado y escritor Antonio Elio Brailovsky, una de las voces más serias y consecuentes en la defensa de nuestros bienes naturales comunes, “la presencia de un religioso como Ministro de Ambiente es un buen indicador de la prioridad que se le da al tema en la actual gestión (que, por otra parte, difiere de la anterior sólo en lo anecdótico). En ningún momento de la historia argentina se puso a manejar el dinero a alguien que no entendiera de finanzas pero, ¿por qué para la gestión ambiental no es importante saber de ambiente?

Este criterio se repite al designar al frente de ACUMAR, el organismo encargado de la limpieza del Riachuelo, a una licenciada en Ciencias Políticas. En este caso, se ofrece la gestión de uno de los problemas ambientales más difíciles del mundo a una persona sin ningún antecedente en el tema ambiental. Resultado: mientras el objetivo de la gestión sea la producción de simulacros, no hay nada que esperar. La pregunta es cuánto durará la paciencia de la sociedad ante esas actitudes”, alerta.

La economía podrida

Así, la economía podrida, es como ha dado en llamar el ingeniero Pengue a nuestro particular modo de generar riquezas arrasando a la vez lo que origina esas mismas riquezas: un ambiente privilegiado. Y mirando pura y exclusivamente los dólares que ingresan del exterior a nuestro circuito económico, sin tener jamás en cuenta los nutrientes, el agua y los minerales que parten “escondidos” en, por ejemplo, cada tonelada de granos. Si ese elemento elidido fuera considerado, asegura el especialista, otro sería el balance y seguramente también otra la actitud frente a todo eso que seguimos perdiendo sin siquiera saberlo.

Todo esto, según Brailovsky, es la consecuencia lógica de una ausencia aún más gravitante: la de un plan nacional de desarrollo que fije y oriente el futuro de Argentina como un todo. “El país necesita un Plan Nacional de Desarrollo, que contemple una estrategia industrial, que defina un modelo territorial, formas de urbanización, recuperación del transporte ferroviario, diseño de producción y consumo de energía en el largo plazo, criterios de soberanía alimentaria, etc. Ese es el lugar para un Plan Ambiental. Pero no puede haber planeamiento ambiental del largo plazo si no lo hay para el conjunto de actividades del país.
El ambiente no es algo separado de todo lo demás, sino que forma parte de ese sistema.

Los tiempos de la ecología no son los tiempos de la economía. Los ritmos de crecimiento o recuperación de un ecosistema no pueden estar sujetos a los de las cotizaciones de la Bolsa de Valores, que son, por su misma naturaleza, del muy corto plazo. Por eso, la ley de Bosques, la de Glaciares, el proyecto de Ley de Humedales, la gestión del Riachuelo, tienen un hilo conductor que es la producción de simulacros publicitarios para que la población crea que se está haciendo algo cuando en realidad no se hace nada”, asegura.

Con todo, ahí están las alertas. Las alarmas. Las movilizaciones de pueblos enteros diciendo que ya ha sido suficiente. En la provincia de Córdoba, por sólo poner un ejemplo, marchas sucesivas y multitudinarias en defensa del bosque nativo y en contra de un proyecto de ley no por casualidad llamado “De desmonte” dan cuenta de que no todo está perdido. Aunque tímidamente, más y más voces críticas al actual estado de cosas se dejan oír. Ya el ex Auditor General de la Nación, doctor Leandro Despouy, habló en su momento de “zonas liberadas ambientales” en nuestro país y presentó sucesivos (y casi siempre demoledores) informes sobre el triste rol del Estado en este proceso de deterioro de la Naturaleza. “Porque el Estado no estuvo ausente sino que estuvo presente como cómplice”, disparó durante una audiencia sobre el tema nada menos que en el Congreso de la Nación.

También el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) aseguró en su informe Los plaguicidas agregados al suelo y su destino en el ambiente que “La presencia de plaguicidas en distintas matrices ambientales indica un agotamiento en la capacidad del suelo de funcionar como reactor. El suelo, al operar como una interfase entre el aire y el agua, estaría provocando un impacto en estos dos recursos vitales. La presencia de plaguicidas en distintos compartimentos ambientales genera una preocupación genuina en la sociedad”. Invitó, de hecho, al “sistema científico-tecnológico ligado a la producción agropecuaria” a “tener una posición que jerarquice la discusión y establezca un mensaje claro… Hay que proponer, desde INTA, alternativas al modelo agropecuario actual”. Mientras tanto, el tiempo corre. Y el viento sopla, cada vez más fuerte.

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