Por Alejo Di Risio, Era Verde Periodismo Ambiental.
El informe más contundente sobre el cambio climático hasta hoy se publicó esta semana. El Panel Intergubernamental de Cambio Climático fue lapidario. Hoy mismo, la crisis climática llega a todas partes del mundo. La amenaza etérea que algún día iba a llegar, está aquí y nos viene a cobrar la deuda que estábamos tomando del futuro. El acreedor parece inmaterial, pero su ardor se inscribe en los cuerpos y las mentes. ¿Cómo reposicionamos nuestras subjetividades para no caer en la parálisis? ¿Hay otros futuros posibles o nos sentamos a esperar el apocalipsis?
Las peores sospechas confirmadas: la senda de autodestrucción que los combustibles fósiles y el sistema agroalimentario han ocasionado nos llevará a la crisis climática. O mejor dicho, a una serie de crisis de distintas dimensiones solapadas. Climática, seguro. El organismo que lo escribió por primera vez tiene la legitimidad para poner nombre y apellido a los culpables. Establece que no hay región del planeta donde el clima no haya sido modificado por actividades humanas y que olas de calor, sequías y lluvias torrenciales serán cada vez más frecuentes e intensas. El informe no menciona ni aborda el hecho de que los impactos de este clima extremo exacerban la crisis económica, alimentaria, sanitaria, de cuidados, de desigualdad y de precarización de la vida. Si ya había una atmósfera de sentidos que bloqueaba toda posibilidad de pensamiento y acción, tomar dimensión de la situación actual tiende sólo a exacerbarla. Pero la discusión de si la crisis climática existe o no ya queda caduca. La lucha debe ser ahora por disputar los sentidos y proyectos de futuro alrededor de qué vamos a hacer en torno a ella.
Mientras la infosfera nos inunda de imágenes del clima extremo alrededor del mundo, es importante saber que esto no termina en apocalipsis. Los eventos climáticos abren heridas en el paisaje; arrasan en poco tiempo con el entramado social y el progreso de civilizaciones que se han construido dependientes de ecosistemas. Desbordan el espacio y el territorio en algunos lugares, y secan los ríos y las mentes: se llevan nuestra capacidad de imaginar otros futuros en el momento que más nos hace falta saber que todo lo podemos cambiar. La crisis no es sólo climática. Es política.
Y no hay apocalipsis. Las películas de Hollywood nos vendieron eventos de proporciones bíblicas que arrasarían con la vida en la tierra. Pero el colapso es más parecido a lo que estamos viviendo que a una gran caída. Inundaciones que vienen cada vez más seguido, y que cada vez son más largas, hasta que un día el agua simplemente no se va. El colapso es la pérdida de la capacidad de los ecosistemas de recuperarse, y tiene su reflejo económico en la lenta subida de precios de los bienes básicos para acceder al bienestar. La eco-dependencia se vuelve más evidente: la noción de que los sistemas económicos dependen absolutamente de la salud de los ecosistemas ecológicos. Ejemplos obvios sobran de estos tiempos. Con el Río Paraná casi seco, no hay cauce para el 80% de exportaciones sobre las cuales se basa la economía nacional. A futuro sabemos que a medida que el gas y el petróleo se hacen más difíciles y caros de sacar, más aumenta la luz y la nafta. Por eso hay algo en la percepción social que está cambiando: ya es imposible ocultar los efectos e impactos de esta precarización de la vida en todo sentido. Si la pandemia terminó de inscribirnos esa sensación de lento descenso en la precariedad, la crisis climática moviliza otra noción de urgencia, de desesperación. Pero al mismo tiempo trae la noción central de que es generada por la sociedad. Y si esto fue por acción humana, quiere decir que podemos construir otra. Estamos a tiempo del volantazo, siempre estamos a tiempo.
Una señora alemana confiesa en cámara que siempre supo que esto iba a pasar, pero que pensaba que iba a ser en “los países pobres”. Mientras los milmillonarios sueñan con escapar al espacio, en la tierra se sienten los efectos cercanos, tangibles y corporales del clima extremo. Antes, las zonas de sacrificio eran lejanas, rurales, poco pobladas. Los impactos eran más evidentes sobre cuerpos feminizados, racializados y del sur global. El estilo de vida barato para las clases medias subvencionado por las violaciones a los derechos humanos y ambientales en otras partes del mundo aseguraba.
Incluso a las regiones no tan lejanas, gracias a esa forma de imperialismo interno que permite que las poblaciones rurales tengan menos derechos humanos que quienes viven en las urbes. Un modelo de distribución que incluso hoy en día sigue apareciendo en las columnas de los economistas neoclásicos de diarios progresistas de tirada nacional. Según estos académicos varones blancos de traje, las comunidades que viven cerca de los bienes comunes deben sufrir los impactos del extractivismo en sus cuerpos, para que las clases medias urbanas puedan sembrar los beneficios de las divisas producto de la exportación. Sacrificios humanos en nombre del desarrollo, la economía y las divisas.
Pero la globalidad de la crisis climática revierte esos sentidos, degrada estos relatos. Los beneficiados de mantener el sistema energético y agroalimentario son cada vez menos. El poder concentrado se agolpa cada vez más en pocas empresas multinacionales que actúan como oligopolios en sus sectores. Hoy en día, las grandes ciudades también sienten los efectos de la expansión y profundización de la máquina extractiva que exige sacrificios humanos y territoriales para su necesidad de crecimiento infinito.
La pandemia mundial, los incendios masivos, las inundaciones, la seca de los ríos y de las mentes y la precarización general de la vida ya no son algo que sucede en un futuro distante, en tierras lejanas. El humo se acerca, acecha a la vuelta de la esquina y se siente llegar, se huele en el viento, sofoca la capacidad de imaginar otros futuros, tapa la visión de los otros horizontes, envenena la posibilidad de alternativas, de adquirir nuevo aire que renueve las ganas de cambiarlo todo. Las empresas oligopólicas mantienen sus campañas millonarias para debilitar los sentidos que les asignan responsabilidad, que les exigen cambio de rumbo.
El informe del IPCC de esta semana es el más contundente hasta ahora y sin embargo declara que los gases de efecto invernadero son, sin lugar a dudas, causados por actividades humanas. Pero las preguntas de fondo, que la ONU no se anima a responder, son: ¿Qué actividades humanas? ¿Quienes toman las decisiones sobre esas actividades? ¿Quienes se benefician del actual sistema? Si es por actividades propias de los humanos, no podemos cambiarlo estamos condenados. Pero si es por una serie de decisiones que un grupo muy particular y concentrado de humanos está tomando para beneficiarse es distinto. Si hay que desmantelar la industria de combustibles fósiles y cambiar el sistema agroalimentario la historia es otra.
Mientras tanto, en las redes sociales y medios hegemónicos desbordan las salidas individualistas. Guías extensas y minuciosas listas con instrucciones para descarbonizarte paso a paso; todos los cambios individuales requeridos para hacer tu parte y asumir tu responsabilidad. Pero lo que estas publicaciones niegan es que la mayor parte de estos cambios individuales son posibles sólo a base de ciertos privilegios sociales. Poca gente puede dedicar tiempo, plata o capacidad emocional para modificar su entramado cotidiano en favor de causas globales. Casi todxs están muy ocupadxs lidiando con su propia precarización de la vida como para hacerse de este espacio. Sumado a esto, el factor de que las causas ecológicas están muchas veces atravesadas por las nociones individualistas del ambientalismo burgués urbano atraviesa el posicionamiento de superioridad moral. Se culpa y señala a individuos, que casi no tienen capacidad de acción, por no hacer elecciones lo suficientemente responsables, ecológicamente hablando. No sólo queda afuera la conciencia de clase, sino una multidimensionalidad de facetas que atraviesan las decisiones personales y los modos de vida identificados con el bienestar a través del consumo.
Pero mientras no exista una real democracia y decisión popular sobre las macroestructuras (como el sistema energético o el sistema agroalimentario) las conductas individuales no serán suficientes. Incluso organismos hegemónicos sentencian que estos cambios individuales sólo podrían reducir el 4% de las emisiones totales. Lejos de restar importancia a los cambios que podemos inscribir en los cuerpos individuales, es posible entender a la reducción de emisiones o de huella ecológica a nivel personal como fundamental para nuestra capacidad de proyectar las formas de lo colectivo. Construir la legitimidad social y el respaldo sociopolítico para la necesaria transición socioecológica sólo será posible con la materialización y la condensación constante de la mayor parte de la ciudadanía. Porque es a partir de las huellas individuales y acciones atomizadas que aparecen los aportes a la construcción de procesos colectivos. ¿Cómo reorganizamos el entramado de la sociedad para buscar el bienestar colectivo?
Mientras que la reducción de la energía y los materiales disponibles en las próximas décadas son inevitables, el colapso no lo es. No solamente tenemos por delante el desafío de frenar la crisis climática sino que también tenemos que dar ese volantazo. Y esa es la madre de todas las batallas. El ritmo, la profundidad y justicia con la que enfrentamos una transición de escala inusitada está por ser disputado. La ventana de oportunidad para configurarlo todo está abriéndose durante nuestras vidas. Es la hora de prefigurar cómo va a ser el futuro de nuestra sociedad para construir sus formas en el presente.
Debemos estar más atentxs que nunca a la capacidad del poder de cooptar las imágenes del futuro. Los megaproyectos de energías renovables impuestas con violencia y violaciones a los derechos humanos sobre el territorio son un buen ejemplo de lógicas de siempre, pero con tecnologías de hoy. Mientras que el Norte global intentará avanzar en la descarbonización como único método de cambio para disminuir la crisis climática, es preciso que desde los sures pensemos en lógicas y formas de transición que no se conviertan en excusas para que los ricos del mundo puedan seguir con su actual estilo de vida, condenando al resto del mundo a una mayor precarización.
Nuestro desafío es recuperar el futuro. Hacer carne la noción de que esto sigue y que sólo perdemos si nos resignamos. Disputar los sentidos que pueden cambiar el entramado social. Encontrar en los márgenes propuestas y proyectos que puedan volver a pensar en otros paradigmas. Priorizar el bienestar de las mayorías, rechazar el de las finanzas de unos pocos. Retomar la dimensión transformadora y crítica, y cuidar que eso no signifique ceder espacio ante el avance de neoderechas negacionistas (en un sentido múltiple), ni la intervención del Norte global. Recuperar la economía para las personas, no para el flujo financiero. Construir proyectos que puedan desmercantilizar la vida material. Dejar de privatizar el uso y disposición de los bienes comunes, especialmente los necesarios para una vida digna.
Si la capacidad de nuestras sociedades ha llegado a modificar al mundo de una manera irreversible, quiere decir que también tenemos el potencial de hacer lo contrario. Desacoplar el consumo voraz de una pequeña parte de la población, que condena a toda la humanidad es posible. Pero requiere otros objetivos políticos. La crisis es política.
Foto de capa: Seca no rio Paraguai, na Serra do Amolar / Jocemir Antunes.