Via La Nacion
Por Pablo Corso
Enrique Páez había pasado dos días afuera cuando volvió a su casa del monte cordobés, en el Km 941 de la ruta 148. Era una tarde calurosa y despejada; recién empezaba marzo. Caminó 20 metros, se acercó a las colmenas que cría desde hace 35 años y supo que algo andaba mal. Las abejas aleteaban en el vacío, se daban vuelta, descontroladas, caían y no se levantaban. “Lo primero que pensé fue: «fumigación»”, dice dos meses después. “Nosotros nos damos cuenta cuando están envenenadas”. Al día siguiente cruzó hasta el campo vecino, donde suele crecer maíz y sorgo. Una huella más ancha que la de un tractor confirmaba el paso del mosquito fumigador. Ya sabía todo lo que tenía que saber. Pero no había pasado todo lo que iba a pasar. Al final del segundo día, 75 de sus 80 colmenas estaban muertas. En una semana, el terreno de enfrente pasó de ser un campo en floración, donde sus abejas colectaban néctar y polen entre mostacillas amarillas, a un desierto negro y quemado.
Enrique empezó a alertar a sus colegas, que vieron cómo la muerte se esparcía como una maldición gitana. Alfredo Montenegro perdería más de 300 colmenas. “Soy apicultor de toda la vida y jamás vi una mortandad tan grande y repentina”, dirá después. El conteo final arrojó 910 colmenas muertas entre seis productores. Como se calculan entre 50 y 60.000 ejemplares anuales por colmena, eran entre 45 y 54 millones de abejas muertas: el 60% de la producción local. La miel no había sido cosechada y las pérdidas alcanzaban $1.360.000. En junio, los apicultores subieron el cálculo a $2 millones, en base a los núcleos -cuadros con una reina fecundada- y los kilos de cera que no lograrían producir.
Hasta ese momento, la zona de Traslasierra -una región de monte nativo, semiárida y con pocas lluvias, combinación que restringe la proliferación de enfermedades- era un refugio seguro para los pequeños productores locales y para los que llegaban de San Luis y la Pampa Húmeda, expulsados por la expansión agrícola. Esa franja de 25 kilómetros cuadrados, a la vera de la ruta que comunica Villa Dolores (Córdoba) con Villa Mercedes (San Luis), produce una miel con un foco especial en los cortes de floración: cosechas específicas y diferenciadas, apreciadas en todos los mercados. Pero las mieles boutique están amenazadas. En el este y el sur de Córdoba los apicultores ven cómo un pool de grandes empresas los van rodeando con lotes de siembra directa, que apuntalan monocultivos de trigo, sorgo, maíz y soja con agroquímicos. “La abeja puede recorrer hasta cuatro kilómetros en busca de alimento, lo que multiplica las posibilidades de contacto con lugares contaminados”, explica Matías Muñoz, productor y técnico que trabaja en la delegación de Córdoba de la subsecretaría de Agricultura Familiar de la Nación.
“Traen las máquinas de afuera, entran, tiran y se van -explica Enrique-. Son herbicidas muy fuertes, con un poder residual de hasta 10 días”. Con la llegada del otoño y la falta de néctar, sus cinco colmenas maltrechas ahora están hibernando. Sólo le queda esperar la primavera para reiniciar la producción. “Hubo una aplicación de algún pesticida que mató a las abejas”, confirmó el 8 de junio Matías Fernández, de la delegación Villa Dolores del Senasa. Aunque la entidad aún no dio a conocer cuál fue el producto nocivo, un especialista que pide reserva y tuvo acceso a los estudios sobre ejemplares, pedazos de cera, miel y polen asegura que se trata del fipronil, insecticida incluido en un barbecho que actuó sobre el estado larvario de las posibles plagas. Prohibido en países como Uruguay, afecta el sistema nervioso y motor de las abejas. Así empezaron las muertes masivas: “Si aplicaron de día, contaminaron en el momento en que la abeja estaba yendo a la flor. Cuando volvió a la colmena, transmitió todo ese pesticida”.
En aquel momento, los afectados esperaban que el Estado respondiera de manera más urgente y enérgica. Pero la primera respuesta de la Secretaría de Ambiente provincial fue que no tenían nada que ver. Y el juez de paz no quiso trasladarse a los campos. Dos semanas después, la Sociedad Argentina de Apicultores (SADA) llevó el reclamo a la sede porteña del Ministerio de Agroindustria. Los productores hablaron de crisis y culparon a “la política agrícola intensiva vinculada al uso de agroquímicos”, según reportó el sitio Infocampo. No era precisamente música para los oídos del ministro Luis Miguel Etchevehere, presidente de la Sociedad Rural entre 2012 y 2017, que respondió con una pregunta y un pronóstico: “¿Cómo piensan convivir con eso? Porque el modelo no va a cambiar”.
A los 75 años, a Tito Vieytes todavía le gustan las abejas. Empezó a estudiar apicultura hace 25, alentado por un libro que había caído en sus manos durante las horas de guardia en una oficina técnica de Canal 9. Cuando se recibió de perito apicultor empezó a tomárselo en serio: cursos, especializaciones, más lecturas. “La abeja te va llevando”, dice a bordo de una pick up que avanza sobre los últimos campos ganaderos de Mercedes. Es un paisaje cambiante de eucaliptus, casuarinas, acacios negros, cardos y chilcas: todas especies que alimentan a sus abejas.
Mientras desanda la huella, Tito explica cómo funciona esta sociedad desigual en sus individualidades y armónica en su globalidad. Una fábula fascinante. Durante el vuelo nupcial, la reina es fecundada por zánganos que mueren después de la cópula. El esperma que transfieren a la reina es suficiente para que ponga hasta mil huevos por día. Las obreras la van alimentando, renuevan los paneles y dejan comida para la nueva generación. Cuando cumplen 21 días salen a pecorear: la búsqueda de néctar y polen. Al detectar la fuente de alimento, avisan a la colonia y arman otra danza. Su forma e intensidad indica qué y dónde buscar. Cuando encuentran las flores, toman el néctar, al que le agregan enzimas en el estómago. De vuelta en la colmena, se van pasando el néctar de boca en boca para agregar más enzimas. Las encargadas de depositarlo en las celdas baten las alas 12.000 veces por minuto. Es el proceso de secado y espesado que genera la miel.
En otoño llega el apicultor, que raspa las celdas y derrama el líquido dorado: un robo poco sofisticado para lo que es considerado una joya de la naturaleza. La miel tiene azúcares, vitaminas y minerales con propiedades antisépticas, dietéticas, tonificantes y calmantes. Se usa para tratar dolores de garganta, resfríos y tos. El polen es rico en sales minerales y aminoácidos; se lo comercializa como un “reconstituyente físico e intelectual”. La jalea real, una sustancia ácida y perlada que alimenta a las larvas, se vende en farmacias con sabor a menta y la promesa de bajar el colesterol, mantener la piel suave y tonificar los tejidos; y el propóleo en forma de caramelo, que las abejas usan para fijar panales, con la promesa de contribuir a normalizar los sistemas digestivo y circulatorio, y potenciar el inmunológico. Los apicultores también venden reinas y núcleos.
Tito detiene la camioneta en una pradera donde descansan 50 colmenas protegidas por un alambrado modesto. Se calza la careta (el conjunto de sombrero de mimbre, esterilla y tela hasta los hombros), levanta las tapas y aprieta el ahumador, que quema pasto y viruta. Para las abejas, el humo indica un incendio: embuchan alimento, doblan el cuerpo y guardan el aguijón. Cuando saca los marcos, Tito descubre escenas de una vida agitada: larvas que nacen, obreras que acicalan, reinas que buscan celdas para los huevos. Pasa la mano por su colonia y siente el tacto suave de los exoesqueletos. Viajamos otros 20 minutos hasta un campo con vacas. Abre otra colmena y levanta un marco: sin miel y sin abejas. “Acá hubo pillaje”, se disgusta. Cuando se quedan sin comida, otras colonias invaden y conquistan.
La mañana del 18 de abril pasado, los apicultores cordobeses se plantaron frente al Congreso. Los acompañaban colegas de General Belgrano, Chivilcoy, Bragado, Las Heras. También de Mercedes. Entre el cortinado blanco de los ahumadores, una nena-abeja vestida como la protagonista del video de “No rain”, de Blind Melon, corría feliz en medio del caos y el olor dulce. La reunión con Etchevehere había echado más leña al fuego. La SADA, que nuclea a 2.000 productores, difundía una declaración apocalíptica: “Las abejas están desapareciendo. Porque están desapareciendo sus montes, sus bosques, sus flores. Los apicultores están desapareciendo, y pocos jóvenes se acercan ya a la apicultura, porque han desaparecido las chacras, las flores, y el campo se volvió marrón y se sumergió en venenos”.
Habían llegado al Senado invitados por Fernando “Pino” Solanas, veterano de la causa ecologista y director de Viaje a los pueblos fumigados, que denuncia las consecuencias sociales de los monocultivos, el uso de agrotóxicos, los desmontes y el éxodo rural. Dentro del recinto, el cineasta insistió a sus compañeros de la Comisión de Ambiente y Desarrollo Sustentable que “sin abejas no hay vida”. Los productores se fueron con una media sonrisa. La senadora barilochense Silvina García Larraburu, autora de un proyecto de ley para promocionar la biodiversidad en ambientes cultivados, pidió a sus colegas: “Tomemos conciencia de cómo nos estamos intoxicando”.
De vuelta en la calle Entre Ríos, el vocal de SADA Alejandro Martín explicaba: “Las plantaciones están llegando al límite de las ciudades. Y donde hay soja no hay apicultura, porque se planta hasta las banquinas. Se hace una fumigación inicial de herbicidas, que matan las flores, y después se usan insecticidas, que matan a la abeja. Si no muere envenenada, muere de hambre”. Su colega Leonardo Bori, vecino de Tito, contaba que en Mercedes los cambios son notorios: “Casi toda la vida fue un partido mixto: 50% agricultura y 50% ganadería. Ahora hay un 70% de agricultura”. En los últimos 15 años, su producción bajó un 30%. Con menos áreas de alimentación para las abejas, busca floraciones tempranas en Tigre y en las islas de las Lechiguanas del Paraná o los eucaliptales entrerrianos de Ubajay; por ahora, la soja no crece en el agua.
Entre 2010 y 2018, argentina perdió el 73% de sus apicultores y el 44% de sus colmenas. “Las poblaciones de abejas vienen decreciendo desde hace varias décadas”, advierte Ivana Macri desde el Instituto de Fisiología, Biología Molecular y Neurociencias (UBA-Conicet). Es un fenómeno mundial. La comunidad científica habla de Síndrome de Colapso de Colonias (CCD por sus siglas en inglés). Cuando las obreras desaparecen repentinamente, empiezan a bajar las reservas de alimento para la reina y su cría. Algunas mueren, otras se resisten a comer y la colonia entra en un letargo que termina en la desaparición completa. El colapso no solo perjudica a los amantes de la miel y sus derivados. Las abejas polinizan el 77% de las plantas que producen los recursos alimentarios de todo el planeta. De su trabajo dependen todas las almendras, el 90% de manzanas y arándanos, el 47% de los duraznos y el 27% de los cítricos.
Los científicos creen que el CCD tiene una explicación multicausal: parásitos como los ácaros del género Varroa, monocultivos que eliminan las flores, y agroquímicos que pueden generar en las abejas “un estrés y un debilitamiento que las haría más susceptibles a la acción de patógenos”.
En 2016, la revista francesa Apidologie confirmó que el crecimiento del monocultivo en Argentina está provocando la pérdida de la flora local, con la consiguiente merma en la diversidad de nutrientes para que las abejas elaboren sus respuestas inmunes. “La mortalidad no es normal”, dice Matías Maggi, uno de los autores del artículo. “Cada año llega hasta el 40% de las colmenas, cuando la tasa habitual es del 15%”. También sospecha que están desapareciendo especies con menos prensa, como los abejorros o las abejas carpinteras. Entre las posibles soluciones están la selección genética, la reducción de agroquímicos, la rotación de cultivos y -por supuesto- las políticas que promuevan formas de producción no destructivas.
Alguna vez la apicultura fue un camino para la movilidad social ascendente. Ángel Cayetano Bori, que empezó a criar abejas en 1926, acercó una colmena a unos familiares jaqueados por los gastos cotidianos, y les salvó el campo. Para su hijo Tarsicio, tomar las riendas fue natural: “Me había cansado de abrir las tranqueras de los demás”. Las abejas le permitieron abrir las propias y mandar a sus hijos a una escuela agrotécnica “para que hablaran el idioma del campo”. Leonardo y Guillermo, tercera generación, son los socios de Apícola Mercedes, en cuyo galpón se guardan las camionetas y herramientas que mantienen un negocio que reparte 2.800 colmenas en 25 campos. Cuando le preguntan si va a seguir habiendo apicultores, Tarsicio responde que “más vale” y recuerda la ley de Ángel: “Primero las abejas, después los números”. Los que la cumplen son verdaderos apicultores; los que la ignoran, simples “abejeros”.
Los Bori hablan junto al galpón, en una oficina donde las abejas vuelan sin picar. Se quejan de que los agricultores ya no dejan cortinas forestales para proteger los suelos y presumen que el Arroyo Balta, afluente del río Luján, está contaminado con agrotóxicos. Cuando piden la intervención del Senasa, les responden que los análisis son carísimos. “Vivimos adaptándonos. Todos los días vemos algo nuevo”, dice Guillermo. El estado del apicultor argentino es el riesgo permanente, la vida de prestado. Busca campos ganaderos, ofrece miel a cambio y se debate sobre cuánto alzar la voz. Hay un conflicto irresoluble entre la supervivencia económica, la lealtad territorial y la sustentabilidad ambiental.
Volvemos al campo para una última vuelta con Leonardo. “Lo que más me gusta es estar arriba de las colmenas: chequear la postura de la reina, que entre néctar y que todas las abejas estén vigorosas”, explica mientras bordea una mancha marrón clara de soja lista para cosechar. Frena la camioneta, se agacha y saca el poroto de la chaucha: blanquecino y difícil de romper. La leguminosa deteriora el suelo (casi no deja forraje) e impide la rotación. Por cuestiones de rentabilidad, los contratistas prefieren sembrar, cosechar y volver a sembrar. Sin nutrientes, el suelo pierde fertilidad hasta quedar agotado; entonces entran los agroquímicos. “Tiene que haber otra forma de trabajar, más eficiente, justa y sustentable”, reclama junto al cultivo que casi arrasa con una presidencia democrática.
Llegamos a los restos de una granja sobre un monte de moras y eucaliptus. La careta, que presagia la excursión a un Chernobyl blando, impone en verdad una sensación de quietud. Es engañosa: alrededor de las 20 colmenas la vida suena como una suma inagotable de viajes urgentes y zumbidos furiosos. Leonardo revisa la escena y explica que, hace unos años, acá mismo podían crecer 100 colmenas. Nos detenemos frente a una particularmente virulenta: las abejas orbitan formando un huracán enloquecido, un vuelo supersónico donde se les va la vida. Hay cadáveres en el suelo: más pillaje. Después de pelearse a picotazos con las invasoras, las guardianas perdieron la batalla y dejaron la entrada libre. Cuando los recursos desaparecen, la vida se reduce a matar o morir.